Hace unos días me estaba acordando de que, cuando era chica, existía en mi barrio algo llamado "Kiosco Express".
Básicamente, era un emprendimiento de los chicos de una secundaria para juntar plata para la fiesta de egresados. La dinámica era simple: una vez por semana te traían una caja de zapatos forrada, llena de golosinas, con una alcancía y una lista de precios. Vos ibas "comprando" a lo largo de la semana—depositando los montos correspondientes en la alcancía—y cuando venían a traer la caja nueva, chequeaban que hubieras pagado lo correspondiente a las golosinas faltantes.
Tengan en cuenta que yo en ese momento tenía menos de 10 años. Eran los albores de los 2000 y las apps de delivery para cosas como golosinas pertenecían a la ciencia ficción. Aun así, al día de hoy me sigue pareciendo la mejor idea de emprendimiento que haya visto jamás: durante siete días completos, si conseguía que mi mamá me diera cambio, tenía golosinas a mi disposición como si fuese al kiosco, pero sin salir de casa. Genialidad total y absoluta.
Pensando en eso, y con la excusa de que el 20 de julio se celebró (al menos entre quienes conocen la efeméride) el Día de las Piruletas, Paletas o Chupetines, hoy quiero que charlemos de una de las partes más memorables de la infancia—y la pesadilla de la mayoría de los dentistas: las golosinas.
Un pasado medicinal
Bueno, resulta que hace aproximadamente 2000 años en Medio Oriente—y anteriormente en el Oriente más remoto—se combinaban hierbas medicinales, especias y miel para hacer pastillas duras, fáciles de conservar y transportar.
Dato express: en China se usó un sistema parecido, envolviendo las hierbas en masa y cocinándolas al vapor para darle a las personas engripadas remedios de invierno. De ahí, con el tiempo, surgieron y se perfeccionaron los dumplings.
¿A que no se lo esperaban? Porque sí, antes de ser sinónimo de infancia y antojo, los caramelos eran remedios.
Probablemente tiene más sentido que las pastillas y los caramelos a veces sean tan parecidos, ¿no?
Mientras tanto, en otro rincón del mundo, también hace unos 2000 años, en la India se perfeccionó la producción y refinamiento del jugo de caña de azúcar. Junto con este desarrollo técnico, llegaron también las palabras que usamos para nombrar los productos hechos con esta planta.
De los nombres en sánscrito como sakkar y khanda—registrados luego en latín como canna melis—derivan la mayoría de los términos europeos (y después americanos) para referirnos a los caramelos y otros dulces. Esta genealogía está muy bien documentada por Laura Mason en su libro sobre la historia de los dulces.
Y aunque en estos últimos dos mil años el universo golosinero se amplió mucho más allá de las píldoras a base de miel o el caramelo duro de azúcar, hay algo que no cambió hasta finales del siglo XX: el dulce, principalmente derivado del azúcar, era algo caro y por lo tanto, reservado para los adultos.
El placer no era para niños
Hasta hace no tanto, los dulces—y particularmente lo que hoy consideramos golosinas (caramelos, chupetines, chocolates, etc.)—no eran producidos ni comercializados con las infancias como público objetivo. Eran productos de lujo, que marcaban estatus entre los adultos.
Si recuerdan, algo parecido pasaba con el helado: era un snack nocturno que se disfrutaba en restaurantes y confiterías, espacios donde, muchas veces, los niños ni siquiera eran admitidos. (Si no lo recuerdan, pueden leerlo en este post).
De hecho, si bien no conocemos el momento exacto en que empezó a usarse la palabra golosina, sí es interesante destacar que una de sus definiciones es "algo más agradable que últil" o "algo relacionado con la gula". Porque—seamos honestos—nadie come caramelos por hambre. Y si hablamos de placer, la niñez todavía no tenía permiso para disfrutarlo.
Las golosinas son un consumo puramente ligado al gusto, al placer y al estatus. No cumplen una función biológica concreta—aunque sí, muchas veces, una emocional o simbólica—y no contribuyen necesariamente al buen desarrollo del cuerpo físico. Por eso, no resulta tan extraño que durante siglos se las considerara innecesarias o inapropiadas para un niño.
No fue hasta los años 20 y 30 del siglo pasado que se empezaron a crear los dulces que marcaron nuestras infancias y nuestros recuerdos.
Un país golosinero
Hoy en día, en Argentina, al menos, la industria de los dulces es un pilar de nuestra identidad. Los argentinos somos dulceros, golosineros, nos gustan las chucherías y el azúcar. A tal punto es así que tenemos una Semana de la Dulzura pura y exclusivamente para regalarnos golosinas los unos a los otros, y siempr que alguien dice “traeme algo rico” sabemos indefectiblemente que se refiere a una golosina.
De hecho, las empresas extranjeras que comercializan sus productos en el país hacen versiones más dulces para adaptarse al gusto local. Y lo sé porque probé golosinas que consumo desde chica en el exterior y no tienen el mismo gusto, incluso golosinas que son argentinas. En el país del dulce de leche... No podía ser de otra manera.
Catálogo sentimental argentino
Existen tantas golosinas en nuestra patria querida que podríamos escribir una enciclopedia entera. Caramelos, chupetines, chicles, gomitas, chocolatines... Solo los alfajores ameritan su propia serie de libros.
Pero dado que hoy estamos hablando de caramelos y chupetines, recordemos algunos de los más icónicos:
Uno de los chupetines más antiguos que siguen encontrándose en casi cualquier evento infantil es el Pico Dulce, producto estrella de una empresa fundada en 1896 por Juan Orsi y comprada unos años más tarde por la familia Lheritier - especialistas en la fabricación de caramelos- El adorado Pico Dulce no apareció hasta la década de los 60 y el intentar adivinar con exactitud el sabor del chupetín fue durante años la diversión de quienes lo probaban.
Unos pocos años después aparece el chupetín Topolin, que crearon los hermanos Fantín - inmigrantes italianos que llegaron al país luego de la guerra - y que fue el primer chupetín en tener sorpresa. Y que junto con los chocolates Felfort con sorpresa fueron los reyes de este segmento dulce hasta la aparición del también italiano Kinder Sorpresa en 1974. Aunque muchas personas piensan que el nombre sería un guiño al Topo Gigio, icono infantil de la época, no hay una referencia clara.
Si fuiste un niño criado en los noventa y los comienzos de este siglo, probablemente los chupetines que te suenen más sean los Ring Pop, chupetin con un soporte que te permitía usarlo como anillo, los Push Pop, que como su nombre lo indica tenías que empujarlo, el Big Baby Pop que tenía la polémica forma de una mamadera… y uno del que no recuerdo el nombre pero que había que meter en un polvo ácido y que era efervescente al lamerlo. Creo que era el Dip Dab… Si recuerdan el nombre, me avisan.
En cuanto a los caramelos, los más antiguos que podemos conseguir hoy en día son los que comenzó a producir el inmigrante Dario Rodriguez de la Fuente en 1914… si, los caramelos D.R.F. Originalmente eran solo de menta y producidos artesanalmente por el propio Dario. Pero, gracias a la popularidad que adquirieron en la primera mitad del siglo, para 1968 le vendió la receta a Bonafide, con el objetivo de poder abastecer la enorme demanda y llegar a más kioscos. Hoy en día son propiedad de Molinos Rio de La Plata y vienen en una enorme cantidad de sabores: menta, limón, anís, naranja y otros más.
No podemos dejar de mencionar uno de los caramelos más característicos de la Argentina: los caramelos “Media Hora”. Su creador Rufino Meana los producía en Uribelarrea - pueblo mejor conocido hoy en día para ir a pasar el día y comer asado - junto a otras variedades de caramelos. Pero le sucedió algo parecido a lo que le sucedió al padre de los D.R.F. y con el tiempo terminó vendiendo la receta ya que se veía excedido por la demanda, momento en el que parece ser que también confirmó que el sabor proviene de un componente del anís. Y es que, si bien el gusto por el intrigante sabor de los media hora parece la verdadera grieta de los argentinos, no podemos negar que su sabor está íntimamente ligado a nuestros recuerdos de la infancia.
Hoy, cuando todo parece acelerarse y hasta el azúcar está en discusión, las golosinas siguen siendo un puente directo con la infancia, con el juego y con el placer sin culpa. Son más que un producto: son recuerdos masticables, una pequeña cápsula de época con sabor a anís, a leche, a frutilla artificial o a limón ácido. En cada papelito que cruje, en cada media hora que se estira, está también una parte de quienes fuimos. Y quizás por eso, siguen teniendo un lugar reservado —en el fondo del cajón, en la mesa de luz, o en algún rincón del corazón— para siempre.
¿Y vos?
¿Cuál fue tu golosina favorita? ¿Te acordás del sabor, del kiosco, del momento?
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Que terrible el push pop! Te quedaba todo el dedo pegajoso. Que raro esas comidas qué enseñan a jugar con el alimento, no? Como las patitas de pollo de dinosaurios, por ahí no las entiendo porque nunca me las compraron jajaja
Sisi! Terriblemente contradictorio el mensaje de aprender buenos modales en la mesa comiendo comidas que se promocionaban para que juegues. Me hiciste acordar al "Gira, lame, sumergí, ¡Disfruta!" de las Oreo.